La filosofía de Kant



Immanuel Kant es un filósofo ilustrado, nace en 1724 en Köningsberg y es considerado el pensador más importante de la edad moderna y con más influencia en la edad contemporánea. Realizó sus estudios universitarios, principalmente de la filosofía de Wolf y de la física de Newton, en la ciudad donde nació. Posteriormente leerá a Hume, lo que le llevará a replantearse el concepto de racionalidad.


Wolf, un racionalista seguidor de las ideas de Leibniz, había realizado una clasificación de la filosofía en tres ramas: Propedéutica, Filosofía Teórica y Filosofía Práctica. Esto a Kant no le convence, pues considera que es una distinción excesivamente académica, y la filosofía no lo es. La filosofía es algo que no incumbe sólo a la intelectualidad, sino que nos concierne a todos. Siguiendo esto, Kant dividirá la filosofía de nuevo en tres apartados, en base a tres preguntas cuya respuesta necesitamos todos los seres humanos: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? Las respuestas a cada una de ellas justifican las dos grandes obras de Kant: La crítica de la razón pura y La crítica de la razón práctica. Y nosotros, ¿cómo nos enfrentamos a las tres preguntas? Pues cuando queremos contestar a una de ellas caemos inevitablemente en una multitud más de interrogantes. ¿Qué puedo conocer? ¿Cuáles son los límites del conocimiento científico? ¿Existe algún otro tipo de conocimiento? ¿Qué debo hacer? ¿Cuáles son los principios sobre los que se deben fundamentar nuestras acciones?¿Somos libres para elegir entre ellos o para aplicarlos? ¿Qué puedo esperar? ¿Hasta dónde alcanza nuestra capacidad de delinear nuestro futuro, el de nuestra especie, y el de nuestro entorno?

El pensamiento de Kant parece la mezcla perfecta entre el racionalismo de Descartes y el empirismo de Hume, parece la teoría filosófica última, la correcta. Pero, ¿Es posible llegar a esta filosofía última? ¿Hay acaso una única filosofía correcta?


La respuesta a la primera pregunta de Kant nos indica que lo único que podemos conocer es el fenómeno, encontrándose este subordinado a nuestra propia actividad cognoscitiva. En la simple voluntad de conocer, y, por supuesto, en la acción que nos lleva a ello, interferimos, aunque sea del modo más sutil e imperceptible. El conocimiento no es nunca algo pasivo. Esto nos coloca en el centro de nuestro universo sensible y nos empodera como individuos y como especie. Pero nuestra responsabilidad crece con ello porque, si podemos conocer aquello que nos rodea, ¿no deberíamos hacerlo siempre, quizá incluso hasta la extenuación? ¿Cuál es el límite que no debemos traspasar? Este sería el límite de la experiencia posible, y ¿no debería ser nuestro empeño último ir siempre un poco más allá? Así es, esto es algo natural, pues aunque lo que está al otro lado de la barrera de la experiencia, el noúmeno, es inaccesible desde la razón teórica, debemos actuar cómo si lo fuese, con el fin de guiarnos. Pero, por otro lado, ¿no podría ser que el otro universo, el de los noúmenos, también pudiera ser conocido, explicado, justificado formalmente o generado, como le ocurre al de los fenómenos? ¿No podría ocurrir que aquello a lo que debíamos acercarnos para analizarlo sólo desde la perspectiva moral, los postulados de la razón práctica (Libertad, existencia de Dios e inmortalidad del Alma) pudiera ser interpretado, diseccionado, justificado, explicado, predeterminado? ¿No podría ser que incluso que la ética pudiera surgir de una inteligencia artificial como se planteó siglos después? ¿Cuáles serían los imperativos categóricos de estas nuevas especies entonces? ¿Mantendrían estas inteligencias las mismas categorías en su juicio de los fenómenos que les rodean, de nosotros mismos?


Otra duda que se plantea en relación con la moralidad y la ética es la siguiente: Según la moral formal kantiana, el valor moral de las acciones no radica en los resultados de estas, sino en la intención que nos lleva a realizarlas cuando esta está determinada por la razón. Ya que, si se nos impone la ley, si de algún modo se nos “impone la intención”, no somos responsables de nuestros propios actos y, por tanto, no hay posibilidad de conducta moral. Esto es algo que todos podemos entender sin mayor problema, es lo que se suele decir en la vida cotidiana como “lo que cuenta es la intención”.


Ahora bien, ¿cómo justificaría Kant, cómo clasificaría él, la conducta de aquellos que llevan a cabo acciones inmorales (por ejemplo un homicidio) pero que no han sido guiados por la razón? Estas serían, como el bien denomina, acciones contrarias a la razón y, como buen ilustrado, Kant defiende que la razón ha de guiarnos en todos los aspectos de nuestra vida, tanto en la búsqueda del conocimiento como en nuestra conducta. Además, está razón es propia del ser humano como ser humano, es decir, es la misma para todos. Pero ¿que pasa si el individuo no es verdaderamente consciente de sus actos? ¿y si no sabe por qué hace lo que hace, ni cuales serán sus consecuencias?

Según diversos estudios se ha llegado a la conclusión de que puede existir en un individuo una tendencia natural que le haga más proclive a la ira y el enfado y, a la vez, menos capaz de controlarse. El gen del guerrero: Este gen produce una enzima llamada MAOA que regula los niveles de neurotransmisores involucrados en el control de los impulsos. Si alguien carece de este, o tiene una variante de baja actividad, está predispuesto a la violencia. 
De modo que, aunque existan factores externos que pueden llevar a una persona a cometer un asesinato (maltratos durante la infancia, celos, pasión, ira…), siendo plenamente conscientes de sus actos, los asesinos no sólo se hacen, también nacen. Muchos asesinos padecen de desórdenes psicológicos (un ejemplo podría ser la personalidad múltiple). Estos serían los que llamamos psicópatas, aunque el término sea más amplio que únicamente esto (hay psicópatas que no son criminales). Podría decirse de ellos que no son del todo responsables de sus conductas, pues no poseen verdaderamente el control de sus acciones debido a estos trastornos. ¿Poseen ellos la misma razón que otro ser humano? Si no lo hacen, ¿dejarían, desde el punto de vista de Kant, de ser verdaderamente humanos? 

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