David Hume, defensa de la libertad
El
pensamiento de Hume puede resumirse en la afirmación
de
que todo conocimiento deriva, en última instancia, de la experiencia
sensible. Por
otro lado, su doctrina moral se basa en la capacidad afectiva y
sensitiva presente
en la naturaleza humana.
Rechazado
como aspirante a cátedras en las universidades de Edimburgo y
Glasgow para las que probablemente estaba más preparado que sus
rivales, acusado de herejía, acosado en fin por las estructuras de
poder de la sociedad en que vivía, Hume consiguió sin embargo un
trabajo como bibliotecario que lo mantuvo cerca de los libros que
amaba. Quizá del disgusto creció cierto rencor que pudo alimentar
ese laicismo, o ateísmo, que mantuvo con firmeza pero inteligente
cautela en sus manifestaciones públicas. Reconocido sin embargo por
los grandes pensadores de su época y por los que vinieron a
continuación, su vasta obra lo convierten en uno de los padres de
las corrientes de pensamiento occidental moderno, y entre otras, la
defensa de la libertad de prensa, de la descentralización política,
o de la extensión del sufragio, nos hacen deudores de su legado.
Con
David Hume la filosofía política sufre un cambio de enfoque. Su
teoría política se basa en el análisis de los hechos utilizando
como fundamento explicativo de la vida social, las instituciones
políticas y las leyes establecidas, la utilidad que proporcionan.
Es
evidente que una de las principales funciones que parece que tienen
las estructuras de poder, o los hombres que las controlan, es
mantener a raya las libertades humanas, impidiendo que los conflictos
individuales que surgen de su defensa desestabilicen el cuerpo social
al que pertenecen. Esta función, que en apariencia puede parecer
necesaria para el individuo en cuanto a ser social, deriva demasiado
a menudo en prácticas represivas basadas en el chantaje emocional,
en el control económico, en el control sexual y reproductivo, o
simplemente en la explotación de los miedos más profundamente
arraigados en nuestra identidad como especie, como la muerte. En su
época, la Iglesia continuaba siendo una de las instituciones más
importantes e influyentes, siguiendo presente el pensamiento de que
todas las leyes inmutables que rigen el comportamiento de la naturaleza provienen de Dios. Las instituciones
religiosas, que sobreviven actualmente, son de las que más
eficazmente han sabido usar estas tácticas de opresión para
mantener firmemente sujetas las voluntades e incluso los pensamientos
de la sociedad en que desarrollan su actividad, y de las que con más
insistencia han perseguido al individuo que practica la libertad de
decidir y hacer. Hume era plenamente consciente de ello, y lo había
experimentado personalmente.
El escocés había vivido la asfixia que ocasionaba el control que ejercía
la Iglesia anglicana sobre las conciencias y la vida privada de las
personas, así como los castigos que infligía a quienes se alejaban
de sus normas. Cuando el mérito no es suficiente y personas como
Hume se enfrentan con la palabra a las armas de una organización que
no duda en difamar y censurar, acosar y apartar como a un apestado a
los seres que desean brillar con luz propia, sea ésta más o menos
cálida, la batalla se convierte en una lucha por la
supervivencia, debida a la desesperación por mantener la identidad intacta, por
preservar la dignidad personal. En esta atmósfera surge el problema
del suicidio, entendido como la elección de la propia muerte y como
un acto de libertad del cual ningún hombre puede ser privado y que
compromete a la responsabilidad personal.
Hume
usó la negación del derecho del ser humano a decidir sobre la
propia vida, uno de los pilares ideológicos de las estructuras de
poder occidentales, para analizar la relación que mantenemos con el
poder que nosotros mismos creamos y, que, por otra parte, ayudamos a
mantener.
Las
instituciones de gobierno no forman parte de la sociedad por
naturaleza, sino que han sido constituidas por la utilidad que
sentimos que nos proporcionan. Un gobierno será legítimo si
contribuye más que a nada al bien común. En consecuencia, la
obediencia al gobierno se basa también en la utilidad que este nos
garantiza. Pero cuando deja de beneficiarnos ¿Por qué seguir obedeciendo?
“Nadie
está obligado a hacer un pequeño bien a la sociedad a expensas de
hacerse un gran mal a sí mismo; ¿por qué debiera entonces
prolongar una existencia miserable a cambio de alguna frívola
ventaja que la sociedad pudiera obtener de mí?”
Podemos
decir que Hume realiza una de las primeras defensas explícitas de la
eutanasia. Ya que, según él, el suicidio sería una forma de
expresión de libertad personal de los individuos. Si la vida
solamente nos aporta sufrimiento, podemos entonces decidir ponerle
fin libres de culpa.
“Creo que jamás renunció hombre alguno a la vida mientras ésta
era digna de ser vivida”
El
suicidio sería un contundente remedio para acabar con dicho
sufrimiento. Sin
embargo, los argumentos de
voluntad divina, incapacidad mental, o utilidad social suelen ser
usados para sustentar la negación de este derecho e incluso la
posibilidad de discutir sobre él. Pero ¿Tienen los gobiernos
derecho a impedir la realización de la última voluntad humana
tomada de forma libre consciente y consecuente? ¿No deberían mejor
esforzarse en garantizar que no se dan las condiciones que alimentan
la decisión del suicidio y que esta libertad realmente lo fuera?
Buena entrada , Marta (excepto por el formato)
ResponderEliminarSaludos