David Hume, defensa de la libertad



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David Hume, filósofo, economista, sociólogo e historiador escocés, constituye una de las figuras más importantes de la filosofía occidental y de la Ilustración escocesa. Sus obras principales son: Tratado de la naturaleza humana (publicada en 1739) e Investigación sobre el entendimiento humano (1748). Estuvo fuertemente influido por los empiristas John Locke y George Berkeley, así como por escritores franceses como Pierre Bayle, y otros intelectuales como Isaac Newton.
El pensamiento de Hume puede resumirse en la afirmación de que todo conocimiento deriva, en última instancia, de la experiencia sensible. Por otro lado, su doctrina moral se basa en la capacidad afectiva y sensitiva presente en la naturaleza humana.



Rechazado como aspirante a cátedras en las universidades de Edimburgo y Glasgow para las que probablemente estaba más preparado que sus rivales, acusado de herejía, acosado en fin por las estructuras de poder de la sociedad en que vivía, Hume consiguió sin embargo un trabajo como bibliotecario que lo mantuvo cerca de los libros que amaba. Quizá del disgusto creció cierto rencor que pudo alimentar ese laicismo, o ateísmo, que mantuvo con firmeza pero inteligente cautela en sus manifestaciones públicas. Reconocido sin embargo por los grandes pensadores de su época y por los que vinieron a continuación, su vasta obra lo convierten en uno de los padres de las corrientes de pensamiento occidental moderno, y entre otras, la defensa de la libertad de prensa, de la descentralización política, o de la extensión del sufragio, nos hacen deudores de su legado.

Con David Hume la filosofía política sufre un cambio de enfoque. Su teoría política se basa en el análisis de los hechos utilizando como fundamento explicativo de la vida social, las instituciones políticas y las leyes establecidas, la utilidad que proporcionan.
Es evidente que una de las principales funciones que parece que tienen las estructuras de poder, o los hombres que las controlan, es mantener a raya las libertades humanas, impidiendo que los conflictos individuales que surgen de su defensa desestabilicen el cuerpo social al que pertenecen. Esta función, que en apariencia puede parecer necesaria para el individuo en cuanto a ser social, deriva demasiado a menudo en prácticas represivas basadas en el chantaje emocional, en el control económico, en el control sexual y reproductivo, o simplemente en la explotación de los miedos más profundamente arraigados en nuestra identidad como especie, como la muerte. En su época, la Iglesia continuaba siendo una de las instituciones más importantes e influyentes, siguiendo presente el pensamiento de que todas las leyes inmutables que rigen el comportamiento de la naturaleza provienen de Dios. Las instituciones religiosas, que sobreviven actualmente, son de las que más eficazmente han sabido usar estas tácticas de opresión para mantener firmemente sujetas las voluntades e incluso los pensamientos de la sociedad en que desarrollan su actividad, y de las que con más insistencia han perseguido al individuo que practica la libertad de decidir y hacer. Hume era plenamente consciente de ello, y lo había experimentado personalmente.

Imagen relacionadaEl escocés había vivido la asfixia que ocasionaba el control que ejercía la Iglesia anglicana sobre las conciencias y la vida privada de las personas, así como los castigos que infligía a quienes se alejaban de sus normas. Cuando el mérito no es suficiente y personas como Hume se enfrentan con la palabra a las armas de una organización que no duda en difamar y censurar, acosar y apartar como a un apestado a los seres que desean brillar con luz propia, sea ésta más o menos cálida, la batalla se convierte en una lucha por la supervivencia, debida a la desesperación por mantener la identidad intacta, por preservar la dignidad personal. En esta atmósfera surge el problema del suicidio, entendido como la elección de la propia muerte y como un acto de libertad del cual ningún hombre puede ser privado y que compromete a la responsabilidad personal.
Hume usó la negación del derecho del ser humano a decidir sobre la propia vida, uno de los pilares ideológicos de las estructuras de poder occidentales, para analizar la relación que mantenemos con el poder que nosotros mismos creamos y, que, por otra parte, ayudamos a mantener.
Las instituciones de gobierno no forman parte de la sociedad por naturaleza, sino que han sido constituidas por la utilidad que sentimos que nos proporcionan. Un gobierno será legítimo si contribuye más que a nada al bien común. En consecuencia, la obediencia al gobierno se basa también en la utilidad que este nos garantiza. Pero cuando deja de beneficiarnos ¿Por qué seguir obedeciendo?
Nadie está obligado a hacer un pequeño bien a la sociedad a expensas de hacerse un gran mal a sí mismo; ¿por qué debiera entonces prolongar una existencia miserable a cambio de alguna frívola ventaja que la sociedad pudiera obtener de mí?” 

Podemos decir que Hume realiza una de las primeras defensas explícitas de la eutanasia. Ya que, según él, el suicidio sería una forma de expresión de libertad personal de los individuos. Si la vida solamente nos aporta sufrimiento, podemos entonces decidir ponerle fin libres de culpa.
Creo que jamás renunció hombre alguno a la vida mientras ésta era digna de ser vivida”
El suicidio sería un contundente remedio para acabar con dicho sufrimiento. Sin embargo, los argumentos de voluntad divina, incapacidad mental, o utilidad social suelen ser usados para sustentar la negación de este derecho e incluso la posibilidad de discutir sobre él. Pero ¿Tienen los gobiernos derecho a impedir la realización de la última voluntad humana tomada de forma libre consciente y consecuente? ¿No deberían mejor esforzarse en garantizar que no se dan las condiciones que alimentan la decisión del suicidio y que esta libertad realmente lo fuera?

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